La Verraquina

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Tierras, andanzas y visiones
MIGUEL DE UNAMUNO

Salamanca, febrero de 1919.

CAMINO DE YUSTE

Hace ya cerca de doce años, en junio de 1908, habla visitado las ruinas del monasterio de Yuste, donde pasó los últimos años de su vida—y donde estuvo trece más su cuerpo—Carlos de Habsburgo, emperador, quinto de su nombre, de Alemania, y primero de él como rey de España, hijo de la Loca de Castilla y del Hermoso de Alemania, nieto de nuestros Reyes Católicos, Fernando e Isabel, y del Emperador Maximiliano de Austria. Con él empezó en España la casa de los Austria, de los Habsburgo más bien, que torció el fruto del descubrimiento de Colón y de las conquistas de Cortés y de Pizarro, ligándonos a la política imperial austríaca y a la obra de la Contra-Reforma.

Recordaba muy bien mi primera visita a la fragosa soledad de Yuste, en las estribaciones de Gredos, espinazo de Iberia, y el sentimiento de eternidad, de serena eternidad, hecha de roca y de cielo desnudos, que me invadió cuando estuve sentado en la misma terraza donde recibió el gran César hispano-germánico la última llamada. Esa visita fue antes de esta gran guerra, y quería, devoto peregrino de la historia, volver a verme ceñido del silencio serrano, todo él repleto de recuerdos, ahora en que parece que, por la gracia de Dios, los Habsburgos se han apeado para siempre de su trono.

Atraíanme la desnudez misma y la pobreza de Yuste, que siempre, hasta cuando en él se refugió el Emperador, fue uno de los más pobres monasterios de los Jerónimos, que los tenían suntuosos y magníficos y no muy lejos de allí el de Guadalupe. Pero Carlos quiso retiro, verdadero retiro, y Yuste lo es. ¿O acaso se lo escogió su hijo para tenerle allí más a seguro de cualesquiera veleidades de volver a la gobernación de sus estados?

Esta vez fui a Yuste por otro camino que hace doce años. Fui desde la ciudad de Plasencia, que guarda en su recinto un aire espiritual de tiempos imperiales. Era día de carnaval y de concentración de mozos para ir al servicio militar. Las calles y callejas, a las que a trechos se abre el portón de una vieja casona solariega, resonaban de cantos forzados, de una alegría de disfraz. Era la máscara de la alegría, no sin algo de vino. Y la ciudad, ceñida en gran parte por sus murallas, con sus redondos torreones, que hoy son miradores al campo, se nos ofreció al sol de un invierno primaveral. Y en la amplia media catedral—porque la de Plasencia no es más que una mitad de la que debió haber sido—resonaba el viejo culto. Y aun se acurruca un resto de la primitiva, un cimborrio bizantino, testigo de lo más antiguo de la ciudad.

Salimos en coche de ella, y cruzando el Jerte emprendimos viaje a Jaraíz, ya en la Vera de Plasencia, en las soleadas faldas meridionales de la gran sierra de Gredos. Esta Vera de Plasencia ha estado siempre muy apartada de las grandes rutas de España, y últimamente más aún que en los tiempos en que fue Carlos I a esconder en ella el ocaso de su majestad imperial. Porque a ciertas regiones, y más de sierra, las carreteras primero, con sus diligencias y postas, los ferrocarriles después, las han aislado más que estaban. Cuando casi todos eran caminos de herradura, a través de fragosidades serranas, no pocos trechos o calzadas, tal vez romanas, que seguían los más a pie, algunos a caballo o con muía, y tal cual en silla de manos, como el emperador fue llevado a Yuste, no había diferencia de recorrer unos u otros. Y así, en aquella bendita Edad Media, la gente viajaba más que ahora viaja y pasaba por sitios que hoy nos resultan retirados, remotos y casi inaccesibles.

En cierto sentido entonces, cuando era más lento el viajar, se viajaba más de verdad, se recorría más de veras el camino. El romero o peregrino medioeval conocía mucho mejor el país porque viajaba más que un turista moderno. Hoy cabe atravesar toda una nación dormido y sin conocer ni una sola palabra de la lengua que en ella se hable. Hoy el camino es un puro medio y se va a devorarlo o suprimirlo en lo posible, atento al fin del viaje. Fin que tampoco suele importar mucho. Entonces, lo interesante, lo vivo, era el camino. La vida misma era un camino que se recorría a pie y gozándose en cada posada. Los reyes mismos eran reyes andariegos. Y nunca ha habido acaso una edad más universal, de más activo comercio de espíritu entre los diferentes pueblos que lo fue la Edad Media. Las leyendas recorrían, a pie y de boca en boca, Europa entera. Y la civilización, una civilización eclesiástica y clerical, se colaba por todas partes. Han sido las grandes rutas, los caminos que han suprimido las distancias, y con las distancias el goce reposado de los pasos comedidos y contemplativos, los que han aislado a ciertas regiones y hasta las han vuelto salvajes. Una leyenda como aquella terrible de la Serrana de la Vera— tan tratada por nuestros dramaturgos clásicos, y de la que hizo su famoso drama Vélez de Guevara—, una leyenda como la de aquella brava moza deshonrada que capitanea una banda de forajidos, se guarece en una cueva, no lejos de Yuste, sorprende a ricos caminantes, goza de ellos y luego los mata; una leyenda así sólo pudo nacer cuando estas fragosidades, por el drenaje de las grandes rutas, perdieron su sociabilidad primitiva y algo paradisiaca. Han sido los caminos los que han hecho no pocos desiertos.

Es Jaraíz el poblado mayor de la Vera de Plasencia, una villa serrana de unos 4.000 habitantes. Su caserío presenta el aspecto pintoresco de las poblaciones de sierra en el interior de España. Las casas, de trabazón de madera, con sus aleros voladizos, sus salientes y entrantes, las líneas y contornos que a cada paso rompen el perfil de la calleja, dan la sensación de algo orgánico y no mecánico, de algo que se ha hecho por sí, no que lo haya hecho el hombre. La calleja se retuerce y no se ve de un extremo a otro. No es un canal de curso recto: es más bien como el cauce de un rio que fuera culebreando. Y se siente la intimidad de la sombra. De una casa pueden cuchichear con los de la casa de enfrente. Diríase una sola vivienda.

La vida de la villa discurre también lenta y retirada. No se celebran elecciones municipales, sino que reuniéndose los ex alcaldes sortean, de un número de vecinos de cada clase social, el alcalde y dos tenientes de alcalde, que a su vez nombran los concejales. Y como es una carga, una verdadera carga, nadie la busca, pero nadie la puede rehusar. Y siendo un municipio pobre jamás se entrampa, porque el vecindario no es pobre y anticipa a aquél cuanto necesite. En estos años se han enriquecido bastante con la venta del pimentón.

Hay pocos, muy pocos, poquísimos jornaleros en Jaraíz; los más de los que trabajan el campo son o pequeños propietarios o aparceros. A éstos el dueño de la tierra les presta ésta y las semillas y abonos y aperos y el capital previo que necesitan, y parten luego por mitades el fruto. Y como el aparcero aspira a ahorrar para comprarse una pequeña propiedad, un pegujal, y el pegujalero aspira a ensanchar el suyo, de aquí el profundo sentir antisocialista de esa gente.

Porque nuestra gente de campo podrá soñar en el reparto de las tierras, en su despedazamiento, pero no en cultivo colectivo, ni menos en régimen comunista. El campesino es radicalmente individualista. Y el pequeño propietario o el aparcero o colono que aspira a serlo defiende el régimen de la propiedad privada, del coto, del cercado, con más ahínco aún que el gran propietario. Antes transigirá con el colectivismo agrario un gran latifundiario, que no el dueño de una pequeña cortina, a la que le saca lo que un bracero saca al trabajo asalariado de sus brazos. Y es que en el campo los pobres son mucho más conservadores que los ricos. El socialismo colectivista y el comunismo nacieron en las ciudades y sólo pueden prender en el campo cuando se industrializa el cultivo de éste, cuando se hace del campo una dependencia de la ciudad. Y allí, en aquella región extremeña, surgen movimientos agrarios con sentido, aunque muy vago, socialista, donde hay grandes dehesas, propiedades latifundiarias, jornaleros. Y aun allí, más con vista al reparto que no al comunismo.

El lunes de carnaval salimos de Jaraíz para Yuste, haciendo a caballo esta parte del viaje. En el carnaval callejero de Jaraíz se conocía que el dinero no escasea por allí.

Salamanca, marzo de 1920.

 
EN YUSTE

Uno de los más grandes escritores con que cuenta España —y en el respecto de la lengua si otros le igualan no se puede decir que haya quien le supere— es el P. Fr. José de Sigüenza, de la Orden, hoy en España extinguida, de los Jerónimos, que en el año último del siglo XVI publicó, estando en El Escorial, su Historia de la Orden de San Jerónimo, libre de las pedanterías estilísticas y lingüísticas del siglo XVII, y que es una de las obras en que más sereno, más llano, más comedido, más recogido y más grave y más castizo discurre nuestro romance castellano. Los capítulos 37, 38, 39 y 40 de la tercera parte son los que tratan de la vida y muerte que hizo en Yuste el emperador Carlos V, y a ellos hay que acudir. La lengua y el estilo de este relato casan a maravilla con el paisaje que hoy nos ofrece la comarca de Yuste. En aquellas fragosidades pedregosas donde se dan los más dulces frutos, donde el tomillo y la jara aroman a los berruecos, donde parece que el campo es música de armonio monacal y que vuela sobre los pliegues de la sierra, alas al suelo, el canto solemne y litúrgico de los salmos penitenciales, se respira aire del siglo XVI español. El campe nos habla en la misma lengua grave, reposada y purísima del P. Sigüenza. Difícil sería encontrar en España un paisaje más castizamente español y español quincentista. Oscuros pensamientos de eternidad parecen brotar de la tierra...

El P. Sigüenza nos cuenta cómo se le dispusieron al emperador los aposentos que había de habitar en Yuste, según la traza que había enviado desde Flandes, todo ello muy pobre, como se ve hoy en lo que queda.

«Está plantado al medio medio—dice el historiador jeronimiano—en respeto de la Iglesia que le haze espaldas al Norte y a la parte de la huerta, donde se descubre una larga y hermosa vista. Lo principal de toda la fábrica son ocho piecas, o quadras de a veynte pies poco más o menos en ancho y veynte y cinco en largo. Las quatro piezas •stán a la huella y casi al mismo andar del claustro baxo y las otras quatro responden puntualmente debaxo dellas, porque como la casa está levantada en la ladera de una cuesta muy alta, el edificio va cayendo como por sus poyos. Estas quatro piecas ansí altas como baxas, las dividen dos tránsitos o callejones que van de Oriente a Poniente: el alto sale a una plaga con un colgadizo grande al Poniente, adornado de muchas flores y diversidad de naranjos, cidros, limones y una fuente bien labrada. El baxo a la huerta y a lo que cae debaxo desta plaga, o colgadizo que se substenta sobre columnas de piedra, y pilares de ladrillo. Las piecas tienen sus chimeneas en buena proporción puestas, y sin esto una estufa a la parte de Oriente donde también ay otro jardín y fuente, de mucha variedad de flores y plantas singulares buscadas con cuydado. Escaleras para subir al Coro y baxar a los aposentos, bien tragadas; y al fin rodeado de naranjos y cedros, que se langan por las mismas ventanas de las quadrr •, alegrándolo con olor, color y verdura. Esta es la celda de aquel gran monarca Carlos quinto, para religioso harto espaciosa, para quien tanto abarcara pequeña.*

No ya pequeña, mezquina era, por lo que hoy se ve de ella, la que el P. Sigüenza llama celda del emperador. El cuarto en que dormía, y en el que se abre una puertecilla al altar mayor de la iglesia, para que pudiese oír misa desde la cama, es sombrío. No recibe luz más que de un pequeño balcón. Hay otro aposento cuyo balconcillo da cerca de un estanque, del que se dice llegaba entonces hasta el pie mismo del balconcillo y que desde éste podía el emperador pescar en aquél, es de suponer que no más que tencas, como no le llevaran otros peces para que los pescase.

Lo más hermoso es el colgadizo, o terraza, sentado en el cual fundía el César hispano germánico sus recuerdos de conquistas—y conquistas de todas clases—en la solemne paz sedante de aquel campo que habla de paz y de reposo. Aun se alza, allí cerca, abrigado al arrimo de la iglesia, uno de los naranjos. Mientras yo me sumía, sentado en el colgadizo, en los recuerdos de aquella España imperial y monástica, la lluvia cantaba en el floraje de los naranjos y lavaba con agua del cielo sus pomas de oro. Cuchicheaba también en el estanque. Y como siempre encontraba yo no sé qué misterio, qué místico agüero, en el gotear de la lluvia en la sobre haz de las aguas sosegadas. ¡Sentir llover sobre una laguna!

Llovían los recuerdos de gloria y de infamia, de lucha y de paz, de vida y de muerte, sobre el lago del pensamiento de la eternidad quieta. Una docena de años más de los tres siglos y medio hace desde que, valiéndonos de palabras del P. Sígüenza: «diziendo Jesús a la tercera salió aquella alma tan pía y tan catholica del cuerpo a las dos y poco más de la noche, miércoles día de San Matheo, año de mil quinientos y cincuenta y ocho, aviendo estado dos años menos quinze días aparejándose para este punto, retirado del mundo, renunciados los estados y todo género de negocios terrenos, tratando sólo los de so alma», y en los últimos seis años de estos poco más que tres siglos y medio, después que visité la otra vez el retiro de Yuste, hase hundido el imperio de los Austrias. Acaso no queda ya de él, como la ruina del monasterio de Yuste, más que el trono de España, que aunque de Borbón titular, ha vuelto a ser de Habsburgo y en espíritu más que Borbón. La corona de España, de esta España de Juana la Loca, es ya lo único habsburgiano que queda entre los dinastas de la tierra.

Del colgadizo o terraza se baja por una gran rampa. Por ésta podía bajar y subir a caballo el emperador, que apenas si se paseaba a pie en los dos años últimos de su vida.

Cerca de Yuste está el pueblecito de Cuacos, un lugarejo cercano, que se ha hecho famoso por las molestias que dicen proporcionaron sus vecinos al emperador. «El lugar de Quacos—escribe el P. Sigüenza —que es el más cercano al convento participava más destos favores como más vezino a la fuente y ellos sabían conocerlo harto mal, porque es gente alguna de ella de baxos respetos, desagradecida, interessada, bruta, maliciosa.» Y más adelante agrega: «Podranse alabar los de Quacos que vencieron ellos la paciencia y clemencia del César, lo que no pudieron hazer muy valientes y fuertes enemigos, tanto fue su descomedimiento.» Por nuestra parte cuando hace doce años visitamos por primera vez Yuste hicimos noche en Quacos, gozando de una sencilla pero muy cordial hospitalidad lugareña y en esta vez ni nos apeamos del caballo el breve rato que en los soportales de su plaza aguardamos al guía que hubo de acompañarnos al monasterio. Pero la mala fama de Cuacos sigue en toda la comarca.

¡Qué regreso, al dejar, con la pea* de aquel a quien le despiertan de un sueño sosegado, el reposadero imperial! Allí quedaba la caja de madera hoy vacía, en que estuvo el cuerpo del César hispano-germánico hasta que lo llevaron al feísimo y protocolario panteón del Escorial, a aquella especie de archivo de cuerpos de reyes, guardados éstos, como en un almacén, en una especie de cofres que parecen grandes soperas. Mientras volvíamos de Yuste a caballo, silenciosos todos, iba cayendo el día en la noche y la lluvia nos envolvía y nos aislaba a cada uno de los peregrinos. Cubierto con la capucha de mi impermeable, protegido por las perneras, dejaba a mi caballería que se buscase un sendero y no podía apartar mi imaginación de aquella caja de madera, hoy vacía, en que el cuerpo de Carlos V de Alemania y I de España empezó a hacerse polvo mientras su espíritu acaso caía como una gota de lluvia en la inmensa laguna sin fondo y sin orillas de la eternidad de la historia.

Salamanca, marzo de 1920.

 

Miguel de Unamuno

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